Un escaparate de una tienda de moda femenina. / SAMUEL SÁNCHEZ
¡Horror! Maite Bravo y Mar Bonilla, amigas y compañeras en una empresa de comunicación de Madrid, coinciden en el ascensor del trabajo, se miran de arriba abajo y se quedan petrificadas. Van vestidas exactamente igual. El mismo pantalón negro, la misma blusa crema de escote y puños ribeteados en negro, los mismos botines de taconazo. Les da por reír. Pero como, además, las dos pasan de los 40, tienen tallas similares y casi idéntico corte de pelo, ambas asumen la bochornosa perspectiva de pasar diez horas junto a un clon de sí mismas. En este centro no se requiere uniforme, pero observando al personal, podría parecerlo. No se trata de un hábito único y monolítico, sino de varios y con variaciones entre sí: el de los informáticos, el de los jefes, el de los becarios. Pero hábitos al fin y al cabo. Igual que pasa en la calle.
Lo de Mar y Maite no es fruto de ninguna conjunción astral, sino pura estadística. “La probabilidad de coincidencia es alta”, reconocen. Ambas nutren sus roperos en los mismos graneros. A veces, incluso, van juntas a la hora de comer a un macrocentro comercial cercano a la oficina, donde tienen sede tiendas de Inditex, Mango, H&M y Cortefiel, entre otras cadenas de moda. Se les suelen ir los ojos a los mismos modelos, y si no los compran exactos es precisamente por evitar fatalidades como la de hoy. Como ellas, los españoles realizaron en 2013 el 31% de su gasto en ropa en grandes cadenas especializadas. Otro 24% del total lo desembolsaron en los hipermercados clientes como Pablo Iglesias, líder de Podemos, que confesó adquirir sus camisas en Alcampo. Y otro 10% se realizó en El Corte Inglés. En definitiva, dos de cada tres euros, un 65% del gasto en vestuario, se queda en no más de una docena de tiendas, según Acotex, la Asociación Española del Comercio Textil y Complementos. El otro tercio se reparte entre las tiendas multimarca (20%) y los outlets (15%).
Semejante concentración de la demanda —y de la oferta— es uno de los factores, pero no el único, que explica la sensación de uniformidad que ofrece la imagen del grueso de la población. Echemos un vistazo alrededor. Parecemos clones. Basta con sentarse en un centro comercial, un aeropuerto, o en la calle Preciados de Madrid, escogida tantas veces como paradigma del paisanaje urbano español, y pasar revista al prójimo para advertirlo. Dejando aparte los modelos de las grandes ocasiones como bodas, bautizos y comuniones —aunque también—, en el día a día, en las alfombras grises de la vida, los españoles vestimos de forma muy parecida sin salir de unos cuantos estilos que varían en función de la edad, el estatus social y el gusto de cada uno.
Pensemos en el arco parlamentario. Y en el extraparlamentario. En los vaqueros y los plumas de los asistentes a la marcha de Podemos. En la camisa blanca y la corbata roja de Pedro Sánchez. En los vaqueros celeste y el blazer marino de fin de semana mitinero de Pons, Floriano y Arenas. En los polos de Alberto Garzón y Cayo Lara. En los pantalones, las blusas y las chaquetas de Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta popular del Gobierno; o las de Susana Díaz, presidenta socialista de Andalucía. En los vaqueros rotos, la parka y las camisetas con mensaje que gusta vestir la mismísima reina Letizia cuando se libera de los otros uniformes de Felipe Varela que luce en su agenda oficial. Seguro que nos salen seis, ocho, diez arquetipos en los que podría encajar la mayoría, empezando por nosotros mismos.
Aunque compremos en las mismas tiendas —es sabido que la Reina se viste de diario en Mango, entre otras—, debe de haber algo más detrás tanta coincidencia. Porque en esos sitios hay decenas de miles de modelos cada temporada, y cambian cada semana.
Ellas deciden
<CP10><CL10.5>Las mujeres gastan en prendas para ellas casi la mitad (47%) del gasto total de ropa en España, frente al 35% de los hombres y el 18% de los niños. “No solo es que tengan más cantidad de prendas, sino también más diversas. PIcan más, gastan más en moda de temporada y complementos, aunque sean baratijas casi de ‘usar y tirar”, dice Juan Aitor Lago, director de investigación de EAE Escuela de Negocios. Ir de compras, aunque no compren, constituye una opción más de su tiempo de ocio. Las mujeres regalan más ropa que los hombres. Y como ellas compran, ellas deciden. Son (en más del 50% de los casos) quienes escogen la ropa de sus esposos mayores de 50 años. Y casi el 100% de la de los niños.
En el gigante Inditex, grupo madre de Zara, Bershka y Massimo Dutti, por mencionar tres estilos supuestamente opuestos, tienen una explicación. “Es verdad que la española es una sociedad más conservadora que otras en cuanto al atuendo. Pero, al final, cada persona tiene un estilo determinado y tres o cuatro formas de vestir con las que va cómodo. Cada uno busca ese estilo según su poder adquisitivo, sea en un mercadillo o en una tienda de lujo. Nosotros lo que tratamos es de que lo halle en nuestras tiendas”.
El proceso de la moda es conocido. Meses antes de cada temporada, las pasarelas internacionales generan una serie de tendencias globales. Los patrones, los tejidos y los colores que se llevarán en todo el mundo. Al principio de la estación correspondiente, las tiendas —sobre todo las de moda rápida, o caliente, en las que España es líder mundial— convierten —otros dirían fusilan— esas propuestas en prendas asequibles para la mayoría, y las somete al veredicto de su clientela. Lo que funciona, se repite. Lo que no, se retira, o se rehace sobre la marcha. Al final, es difícil discernir si se oferta lo que se demanda o se demanda lo que se oferta, en un círculo no se sabe si vicioso o virtuoso, pero desde luego efectivo a la hora de colocar el género.
“Somos como ovejas. Nos encanta imitar al jefecillo, al líder, sea quien sea: un rapero o un estadista”, opina Pilar Pasamontes, directora de moda del Instituto Europeo de Diseño y vicepresidenta de Modafad, una plataforma de diseñadores de Barcelona. “La mayoría se siente bien en esa zona de confort social que proporciona el vestir de acuerdo a su estilo de vida, o el que quisiera que fuera”, añade. Así, según Pasamontes, tenemos a los pijos, a las chonis, a las de los colorines de Desigual, a las señoras de las mechas, a los adolescentes de las zapatillas. “Si a esto le añadimos que solo se ven tres o cuatro cortes de pelo, el resultado es una sociedad de uniforme. Hay quien busca la individualidad, pero son el 1% frente a la masa. Con este panorama, existe el peligro de que los creadores se autocensuren y produzcan solo lo que saben que vende. Y eso es nefasto para todos”, alerta.
La crisis también ha contribuido a la uniformización. Primero, porque se renueva poco el vestuario. Mientras que en 2007 cada familia gastó 1.853 euros en ropa, en 2003, la cifra bajó a 1.109, según Acotex. Y segundo, según el sociólogo Pedro Mansilla, “porque en tiempos de escasez, se va a lo básico, a lo duradero, a los colores sufridos, al gris, al negro, en una especie de reivindicación de la dignidad personal en medio del caos. Eso, unido a que la mitad de la gente va en vaqueros, da como resultado este paisaje monocorde. Aún no veo brotes verdes”, opina, “si acaso, solo en la pasarela”.
Estamos en plena Madrid Fashion Week. Allí, sobre la tarima, desfila el invierno ideal 2015 que imaginan nuestros diseñadores. Veremos qué baja a la calle. Por si acaso, Mar y Maite han quedado en decirse cada día por whatsapp lo que van a ponerse para no repetir la escenita del ascensor más de lo estrictamente inevitable.