Inicialmente, los diseños se lucían serenamente ante una clientela exclusivamente femenina en la privacidad de los salones de las maisons. En 1901 la maison Lucile se inspira en los espectáculos de los teatros parisinos y londinenses para convertir la moda en otra fábrica de sueños: instaló un escenario especialmente iluminado y música en vivo, desarrolló un eje temático para la colección, desterró las poses estáticas, bautizó los trajes con nombres sensuales, confundió mujer con prenda llamando modelo a la maniquí, destapó a las maniquíes: adiós a los maillots negros que cubrían la piel de las chicas, imprimió programas e invitó a los esposos de sus clientas. Un pequeño paso para una mujer, un salto de gigante para el márquetin de la industria de la moda.
La teatralidad de los nuevos desfiles inquietó al público de la época. Al igual que las ordenadas líneas de las coristas, las maniquíes mostraban una uniformidad repetitiva. La velocidad y exactitud de su marcha mecánica, el automatismo glacial de las sonrisas, el vacío expresivo y la despersonalización robótica de los estandarizados cuerpos-percha recordaba perturbadoramente a las autómatas. Encarnaban la estética de la modernidad: la velocidad, la producción racional, mecanizada e incesante del capitalismo industrial cuyo modelo era la cadena de ensamblaje de la fábrica de coches Ford. Vestidos para matar y de confección, las disciplinadas tropas de infantería marchaban al sacrificio de la I Guerra Mundial.