Monta una jornada de puertas abiertas en un museo barcelonés y verás como lo llenas. Si además es domingo y el edificio es relativamente nuevo, el resultado será que a mediodía, entre las salas de exposición y las personas que solo quieren chafardear los espacios comunes, habrás tenido 6.000 invitados. Es lo que ocurrió ayer domingo en el interior del edificio Hub de la plaza de les Glòries, que abrió al público por primera vez las cuatro salas que conforman el Museo del Diseño de Barcelona. La jornada se cerró con 10.300 visitantes. Las puertas abiertas se prolongarán hasta el 31 de enero.
Fue una jornada de descubrimientos, de oh!, ah!, ¿te acuerdas?, ¡mira!, de mucha foto con el móvil, decenas de empleados con pinganillos gestionando los flujos de visitantes, señoras de la limpieza con cara de estrés… y de satisfacción en general. Aunque el edificio del estudio MBM (Martorell, Bohigas, Mackay) lleva muchos meses abierto, la apertura de las colecciones permanentes lo pusieron definitivamente de largo.
La primera sorpresa para los neófitos era que si se entraba por Glòries, para visitar las plantas uno a cuatro había que bajar escaleras. Premio al que tuvo la idea de provocar que la cola diera la vuelta por dentro a la planta baja de un edificio que aunque lleva años en Glòries, se redescubre en cada rincón interior. En esta primera impresión, hay mil detalles en los que fijarse. El más molón, las escaleras mecánicas transparentes, que enseñan el rodillo de peldaños arriba y abajo.
En las salas –y partiendo de la base de que estamos rodeados de diseño desde que nos levantamos y hasta que nos acostamos– se disfruta igual de las colecciones que de escuchar al resto de visitantes. Los comentarios más divertidos, en la primera planta, la del diseño industrial. Como la discusión entre una niña de cuatro años y una señora que podría ser su abuela a propósito de la Citromatic de Braun. “Que esto no existe, que los exprimidores tienen una jarra transparente y graduador de pulpa”, decía la enana. “Pues mira si existe, que yo tengo uno en casa”, le espetó la señora.
“Parece un Ikea”, comentaban unos chicos entre tanto electrodoméstico y mobiliario. “Uala, es de 1931 y la podrías poner hoy”, aplaudían la lámpara de Milá en el mismo grupito. También triunfó, tirando de memoria popular, la botella de leche fresca Rania. La niña incrédula de la Citromatic no se separó de las sillas: “Esta es de princesa, seguro”, sentenció ante la BKF. Como de princesa podrían ser los vestidos, corpiños, miriñaques y polisones de la tercera planta. “Sí mujer, el cinturón por abajo que parece una hombrera, para levantar la tela del culo”, aclaraba una señora a su amiga sobre qué demonios es un polisón.
Y en la cuarta, el diseño gráfico, de nuevo, un cartel o un anuncio, una media sonrisa de quien lo observa. Desde el folleto de instrucciones de un taladro Casas, hasta colecciones de editoriales, pasando por latas de papilla Blevit o etiquetas del mítico Polil de Cruz Verde, el de la “eficacia probada”.
Para acabar de redondear, el bar del museo ofrece cafés a precio razonable. Y te puedes tomar un bocadillo y una cerveza sin tener que pedir una hipoteca. Lo cual se agradece si se compara con otros equipamientos culturales de la ciudad.